Dick & Jane


En el libro «Mientras escribo» de Stephen King, éste propone un ejercicio de escritura. Nos da una situación con dos personajes: Dick y Jane. Y nos pide que comencemos a escribir, a escarbar hasta sacar un fósil de ese trozo de tierra que él nos da. Éste es el fósil que he sacado yo.


Aquella tarde tras salir de trabajar, Dick dejó a las niñas en la fiesta de cumpleaños de Susan, la niña que acogió a Mary, su hija mayor, como su nueva mejor amiga, en cuanto llegaron a vivir a Shoreham. Alguna de las correas del coche había empezado a hacer un ruido horroroso aquella mañana y el escándalo que armaba Dick a su paso era importante. Pensó que tendría que llevar el coche al taller, pero para un rato de relax, sin niñas, que iba a tener, decidió dejarlo para el día siguiente.

Aparcó en el caminito de entrada al garaje de la casa que le había dejado su primo Vincent cuando tuvieron que irse de su casa por lo que ocurrió con Jane, y quitó la llave de contacto con gran alivio, ya que el chirrido de la correa le estaba trepanando el cerebro. Cogió la compra que llevaba en el maletero y fue hacia la entrada. Introdujo la llave en la cerradura y se quedó quieto, alerta, como un perro de caza. Algo no iba bien. No sabía bien qué era, pero algo hacía saltar sus alarmas.

Miró a derecha e izquierda, primero de reojo y después girando el cuello, sin ver nada de particular. Examinó la puerta de entrada, pero tampoco vio nada. Finalmente pensó que su imaginación, poco acostumbrada a tanta calma, le estaba jugando una mala pasada.

Entró en casa y puso un hervidor a calentar agua para tomarse una tila. Creía que la necesitaba. Mientras el agua se calentaba puso la tele y comenzó a recoger la compra. Heidi Neuman, la espectacular presentadora del magacín de la tarde, interrumpía en ese momento el debate/bronca que tenían en marcha en el plató, para dar una noticia de última hora. Tres pacientes habían huido del sanatorio para enfermos mentales de Worcester aquella misma mañana. Dos de ellas habían sido capturadas en la estación de tren de Audubon, a cinco kilómetros de Shoreham, pero la última todavía seguía libre.

A Dick se le cayó toda la sangre a los pies. Era Jane, No había duda. Aquello que había disparado sus alarmas en la entrada, no era más que el rastro del inconfundible perfume de Jane, Organza. Sólo Jane, siempre tan coqueta, seguiría echándose un perfume de cien dolares el frasco en un sanatorio.

Despacio fue echando mano al taco de cuchillos que tenía a su lado para coger el cebollero.

—Tranquilo —oyó a su espalda—. Eso no será necesario.

A Dick se le erizaron los pelos del cuello, hasta que una mano caliente se posó en su nuca.

—Jane. ¿Qué haces aquí?

—¿No te alegras de verme? —repuso Jane, zalamera, mientras hacía escalar sus dedos por entre el pelo de Dick.

Éste se revolvió y se encontró ante su ex-esposa. Ésta le sonreía maliciosa. La miró de arriba abajo. Con el pelo rizado recogido en una coleta, unos aros en las orejas, unos vaqueros  y una camiseta blanca… ¡qué guapa estaba la jodida! Hasta parecía una persona normal. Sólo la delataban los zuecos, único resto del uniforme del sanatorio. Unos zuecos blancos, de los cuales el derecho, presentaba una mancha rosácea en un costado.

—Deberías estar encerrada —murmuró Dick.

—Vamos, cariño, no te pongas así.

—Trataste de envenenarnos. A mí y a las niñas. Y luego le pegaste fuego a la casa. Estás pirada. Voy a llamar ahora mismo a la policía —dijo Dick en tono monocorde, como tratando de no alterarla a pesar de lo de «pirada».

Jane echó la mano a su espalda y sacó un revólver que debía llevar en la cinturilla del pantalón. Apuntó a Dick y disparó. ¡BANG!

Dick saltó hacia atrás ante el fogonazo, al tiempo que levantaba los brazos para protegerse. Tarde. La bala le llevó parte de la oreja izquierda y Dick, desde el suelo, agarrándose el sanguinolento trozo de oreja que todavía le quedaba sano, comenzó a maldecir a gritos.

—¡MecagüenDios, Jane! ¡Me has volado la oreja!

Jane sonreía. En la tele Heidi continuaba con más noticias. En Audubon, una chica había sido atacada con un punzón. La habían encontrado herida de gravedad en su casa. Un revolver había desaparecido de la vivienda. La paciente huida podía estar armada. Jane sonreía más. Dick seguía agarrando su oreja volada, entre jadeos de dolor.

—Vale —dijo con la voz rota—. ¿Qué es lo que quieres?

—Te quiero a ti. cariño. Y a las niñas. Os quiero a todos.

El cerebro de Dick no daba abasto. Al tiempo que reconsideraba su actitud —debía dejar de tratarla de loca y comenzar a engatusarla de alguna forma—, debía encontrar la forma de neutralizarla. Aunque de momento ella tenía la sartén por el mango, con aquel revólver. Pero, pensando en sartenes, era lo único que tenía a mano que pudiera usar como arma: sartenes. Tenía varias al alcance de su mano derecha, apiladas en una balda bajo la isleta.

—Ésta es una casa muy bonita. Podríamos vivir todos juntos aquí —dijo Jane mirando a su alrededor—. Pensé que vendrías aquí. Siempre te llevaste bien con tu primo Vincent.

—Tienes razón, Jane. Este sería un buen sitio para comenzar de nuevo, pero debes dejar ese revólver, cariño. Debes dejar de pegarme tiros. Las niñas… no lo verían bien, ¿no crees?

No estaba siendo muy acertado en sus formas, pero Jane pareció reflexionar y bajó poco a poco el arma.

—Puede ser —dijo con la mirada perdida, algo de aquella situación no cuadraba en su cabeza, pero decidió dejarse llevar y bajó el arma.

Dick comenzó a incorporarse. En la tele, Heidi preguntaba a un contertulio qué le parecía toda aquella historia. Sobre el fuego, la válvula del hervidor se abrió con un fuerte silbido. Jane se giró y aprovechando el impulso de ponerse en pie, Dick le dio un tremendo sartenazo en la cabeza.

Jane se desplomó con los ojos en blanco. El cuello de la camiseta blanca comenzó a teñirse de rojo por la sangre que manaba de una brecha en su cuero cabelludo.

—¡Mierda, mierda! Me la he cargado —murmuró Dick—. Puta loca. Me la he cargado. 

Dejó la sartén en el suelo y se acercó para comprobar si Jane estaba viva. Le tomó el pulso en el cuello y sintió en sus dedos el latido de la arteria carótida. Suspiró de alivio. Se levantó y llamó a emergencias:

—Por favor, manden una ambulancia y a la policía al número de 16 de Babylon Gardens. La paciente huida del sanatorio de Worcester está aquí… Herida… Sí. Manden a alguien rápido.

Dick cogió el revolver que había traído Jane y se sentó en una silla a un par de metros de ella. Seguía inconsciente. Si se levantaba era capaz de cualquier cosa. Lo había hecho antes y lo volvería a hacer. Estaba mal de la cabeza. Era un peligro para él y para las niñas. Sería tan fácil pegarle un tiro allí mismo y acabar con esa pesadilla… No. No podía hacer eso. Iría al trullo y Mary y Charlotte se quedarían sin padre. Y sin embargo…

Heidi seguía charlando en la tele. Dick cogió el mando y la apagó. No le dejaba pensar. Sólo seguía el silbido del hervidor. Comenzó a caminar por la cocina rodeando la isleta hasta que se encontraba con Jane. Iba por un lado. Jane. Daba la vuelta, iba por el otro. Jane. Siempre Jane. Estaba tan guapa cuando dormía… Un rodeo más y… Jane. A Dick le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes.

El lejano ruido de las sirenas lo sacó de su estupor. Ya venían. Le curarían la oreja, se llevarían a Jane y su vida volvería a la «normalidad». Volverían a internarla y ahí se quedaría hasta que la soltasen o volviese a escapar, obsesionada como siempre, con él, con arruinarle la vida. O quitársela… Él y las niñas tendrían que buscar otro sitio para vivir, quizás en otro estado… Vio la sartén en el suelo. La recogió y dio otra vuelta a la isleta hasta que volvió a encontrar a Jane.

Las sirenas de la ambulancia y la policía se iban acercando. Se entremezclaban en el aire y en la cabeza de Dick, con el silbido del hervidor, cada vez más alto, interfiriendo en su pensamiento. Trató de volver a coger el hilo. Ya estaban muy cerca. Se la llevarían… Volvería a salir… Tarde o temprano… O no… Saldría sana… Saldría peor… Intentaría matarle otra vez… Y a las niñas… En cualquier caso, Dick no podía quedarse con la duda. Así que levantó la sartén todo lo que pudo y la descargó sobre la cabeza de Jane con todas sus fuerzas.

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